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Caminaba. Mis ojos todavía estaban pesados de cansancio. La acera me entregó su regalo. Era un Nueve de picas, caído como una broma cósmica.
Ni rey, ni reina, ni sota… no: el nueve, número torcido, umbral torpe entre el final y el comienzo.
Parecía que el destino se había divertido lanzándome esta carta.
Llegó justo en este mes de septiembre, antes del eclipse.
Los astros se preparan para bajar el telón.
Yo recojo su tarjeta de visita: un símbolo negro, seco, punzante.
¿Casualidad? Claro que no.
Al azar le encanta guiñarme un ojo sarcástico — sobre todo en tiempos de transición.
El trabajo recortado. El abrigo voló. Los amigos desaparecieron como polvo…
y entonces la acera me susurra:
“¿Ves? Todo esto no era más que un juego. Perdiste la partida, pero ganaste lucidez.”
Sonreí. Una sonrisa un poco amarga, un poco tierna.
El Nueve de picas no es un castigo. Es un recordatorio.
Un recordatorio de que el eclipse no es solo un drama celeste.
Es también una oportunidad de sombra, donde por fin se pueden ver los contornos de la propia luz.

